Un remanso de paz

domingo, 17 de enero de 2010


Eso es lo que trajo la lectura de Ocnos, de Luis Cernuda, hace algunas semanas, a mi ajetreo diario. Fue un préstamo que tuve que devolver pero, por suerte, ayer me lo regalaron. Esta vez me ahorro los comentarios y dejo simplemente una de las piezas que lo componen.


LA ETERNIDAD


Poseía cuando niño una ciega fe religiosa. Quería obrar bien, no porque esperase un premio o temiese un castigo, sino por instinto de seguir un orden bello establecido por Dios, en el cual la irrupción del mal era tanto un pecado como una disonancia. Mas a su idea infantil de Dios se mezclaba insidiosa la de la eternidad. Y algunas veces en la cama, despierto más temprano de lo que solía, en el silencio matinal de la casa, le asaltaba el miedo de la eternidad, del tiempo ilimitado.


La palabra siempre, aplicada a la conciencia del ser espiritual que en él había, le llenaba de terror, el cual luego se perdía en vago desvanecimiento, como un cuerpo tras la asfixia de las olas se abandona al mar que lo anega. Sentía su vida atacada por dos enemigos, uno frente a él y otro a sus espaldas, sin querer seguir adelante y sin poder volver atrás. Esto, de haber sido posible, es lo que hubiera preferido: volver atrás, regresar a aquella región vaga y sin memoria de donde había venido al mundo.


¿Desde qué oscuro fondo brotaban en él aquellos pensamientos? Intentaba forzar sus recuerdos para recuperar conocimiento de donde, tranquilo e inconsciente, entre nubes de limbo, le había tomado la mano de Dios, arrojándole al tiempo y a la vida. El sueño era otra vez lo único que respondía a sus preguntas. Y esa tácita respuesta desconsoladora él no podía comprenderla entonces.

La tregua

sábado, 9 de enero de 2010

Esta tarde fría de enero (¿acaso se puede esperar otra cosa en enero?) mientras veía por el rabillo del ojo un especial de Parchís (sin comentarios), he terminado de leer La tregua, de Mario Benedetti. A este autor llegué por su poesía, que me gusta bastante por su claridad, aunque a veces se me haga un poco cursi. Pena me da reconocerlo, pero tenía esta obra pendiente de lectura desde hacía años y solo a partir de la muerte de su autor, me decidí a comprarla. Supongo que soy parte de ese público "carroñero" que ve en la muerte del artista un acicate para acercarse a su obra.



El caso es que comencé su lectura ayer y prácticamente, no he podido hacer otra cosa en el día de hoy que terminarla. No he podido quitar los ojos del libro. No porque esté bien escrito (que lo está) o porque haya frases de esas que sé que me van a compañar ya siempre (que las hay), sino porque me cae muy bien el protagonista. Se trata de un hombre tan normal, tan normal, que me resulta extraordinario todo lo que hace, lo que piensa y, sobre todo, que se atreva a confesar sus miedos más profundos: las inseguridades comunes a todos, cierto desapego hacia uno de sus hijos, al que ve casi como a un desconocido, los celos...

Este tono confesional se debe a que la novela es un diario de un funcionario que está a punto de jubilarse. Próximo a cumplir los cincuenta tiene la sensación, más bien la certeza, de que no ha hecho nada importante en su vida, pero lo acepta. Tiene tres hijos muy distintos entre sí, a los que ve casi como extraños (sólo tiene una relación más estrecha con su hija, Blanca) y es consciente de no haberles dado todo el cariño que necesitaban. Su mujer murió hace muchos años y desde entonces ha estado solo, viendo pasar los días en una existencia tranquila y sustentada en una cómoda rutina.

Hasta que el amor, inesperadamente, llega en forma de una muchacha joven, Laura Avellaneda. Y hasta ahí puedo leer. Es un amor que va de menos a más, sereno, lleno de miedos y de momentos maravillosos, sin caer en la cursilería fácil. Unamor que no surge de un flechazo, sino del conocimiento mutuo y de la aceptación de los defectos propios y del otro.

En la próxima entrada, colgaré algunos fragmentos.

Recomedada queda. Aunque supongo que muchos ya la habréis leído.