Niños de tiza

sábado, 29 de mayo de 2010

Creo que ya lo he comentado por aquí alguna vez: las novelas que idealizan la infancia como un paraíso perdido no me gustan nada ( a menos que den una visión de la misma que no esté llena de tópicos, caso de La propiedad del paraíso). Personalmente, creo que la infancia es tan dura o más como pueda serlo cualquier etapa posterior de la vida. Cuando leí la cubierta del libro de David Torres (Premio Tigre Juan 2007), por un momento, temí lo peor. El resumen que se hace en ella de la obra me dio la impresión de que iba a ser una obra con tendencia a la sensiblería. Por suerte, no ha sido así.

Roberto Esteban, un boxeador con problemas con el alcohol y medio sordo y que ya había aparecido en El gran silencio, vuelve a su barrio de Madrid para cuidar a su madre. Allí se reencontrará con amigos y enemigos de la infancia y con el misterioso fallecimiento de Gema, una niña paralítica que murió en extrañas circunstancias.

Este reencuentro con su infancia no transcurre, afortunadamente, por los cauces de la idealización aunque sí de la nostalgia. Las travesuras de la pandilla se van mezclando con la dureza de la vida adulta y se comprueba que algunas cosas no cambian tengas doce o cuarenta años: algunas siguen siendo igual de malas y otras empeoran.

El protagonista vuelve al barrio veintitantos años después, podría esperarse que fuese una persona nueva, con su futuro por delante, pero todo le lleva a su pasado: el amor imposible, el cura que le enseñó a boxear, el Chapas, el Lenteja, el gitano Romero, las palizas, las borracheras...

La trama, con los elementos propios de una novela negra, consigue mantener al lector atento casi hasta el final (un tanto predecible, por cierto). Pero en contra de lo que ocurre en otras novelas negras muy mal escritas, la agilidad en la narración no se consigue a costa de la calidad literaria, de modo que no es difícil encontrarse alguna metáfora bastante afortunada. En definitiva, una lectura muy recomendable.

Y gracias de nuevo, Angelus.


Título: Niños de tiza.
Autor: David Torres.
Editorial: Algaida.
Páginas:416.
ISBN: 978-84-9877-121-3
Precio:20 euros.

La propiedad del paraíso

lunes, 17 de mayo de 2010

El sargento Arruza (personaje que aparecerá luego en Tratándose de ustedes) llegó a mí como protagonista de un texto que me dieron para que analizase durante mi etapa de preparación para las oposiciones. No le presté la más mínima atención al sargento, pero me quedé con las "suripantas" y el "tunanterío".
Por una de estas cosas que tiene la vida, un compañero de trabajo y, a pesar de ello, amigo, me habló años después, de Felipe Benítez Reyes, de quien yo no había leído nada (o eso creía). Me prestó Tratándose de ustedes y luego este, La propiedad del paraíso. Fue el libro que me acompañó durante mis vacaciones de verano en Grecia (la foto es de entonces). Y teniendo en cuenta las circunstancias del viaje, me hizo más compañía que la persona con la que iba. Un par de meses más tarde me lo compré. Hace dos días, lo cogí para hacer esta entrada. En principio, pensaba echarle un vistazo, lo justo para refrescar la memoria, pero he acabado releyéndolo y señalando las partes que más me gustan. Ya lo he prestado a unos cuantos amigos, así que por fin me he sentido libre para pintarrajearlo y hacerlo definitivamente mío.

Lo que me gusta de La propiedad del paraíso es, aparte de su prosa, la sensación de decadencia que transmite todo el libro. Una obra breve que recoge los últimos coletazos de la infancia: el Duende, el misterioso mundo de los adultos, los terrores nocturnos, los gusanos de seda, los cines, las chicas, los últimos juegos, los primeros besos, la muerte. Aunque no esté de acuerdo con el autor en idealizar la infancia como una época de felicidad pasada, como un paraíso perdido, es un libro muy bien escrito, a modo de collage en el que, en capítulos muy cortos, se condensan, con toda la intensidad lírica que Benítez Reyes es capaz de crear en su prosa, las grandes vivencias de una edad en la que no se sabe muy bien si te tienes que poner el pantalón corto o el largo, si puedes seguir jugando a los superhéroes sin que una punzada de sentido del ridículo (propio o ajeno) te arruine la diversión, si puedes acercarte a darle un beso a una chica sin que se ría en tu cara porque todavía te ve como a un niño.

Como siempre, dejo por aquí un fragmento:


Las muchachas de los labios pintados de rojo


"Tenían para mí la indefinición de un espejismo. Pasaban siempre con la desesperante fugacidad de lo inalcanzable y lo soñado, como un trampantojo o como una brumosa escena de la duermevela. Apenas podía recordar yo luego sus cinturas, sus melenas, sus pendientes de argolla o sus collares, que sonaban como un revoltijo de cascabeles: una ajuar de diosas de barriada.

Eran las que, según contaban los chavales mayores, iban con ellos al cine o a los cañaverales de la estación a cambio de pulseras de latón o de cromos de artistas. [...]

Una vez, parado yo con mi madre ante el esacaparate de una mercería, oí a un gitanillo decirle a una de aquellas muchachas: "Vámonos a la estación". Y sentí por dentro un rencor oscuro. Como si alguien hubiese roto una bolsa de sombra líquida dentro de mí. Imaginé aquellos labios rojos en la oscuridad, y la falda arrugada y manchada de barro. Y el calor de la piel. [...] Se fueron. Yo seguí oyendo el eco de aquella frase: "Vámonos a la estación". Aquella frase contenía toda la oscuridad del deseo [...].

Al cabo de unos años, unas sombras decepcionadas salen de la penumbra urgente de un cine o de unos cañaverales de una estación fuera de servicio. Unas sombras que no tienen nada que decirse salen de un apartamento prestado o de un hotel no demasiado céntrico. Y una de esas sombras tiene mi rostro."

Título: La propiedad del paraíso.
Autor: Felipe Benítez Reyes.
Editorial: Tusquets.
Colección: Andanzas.
Páginas: 130.
Precio: no me acuerdo.
ISBN: 84-8310-179-9
Encontrado en: Librerías Beta.

Una lectora nada común

martes, 11 de mayo de 2010

Un día, persiguiendo a sus perros, la reina de Inglaterra va a parar a la biblioteca ambulante de Westminster. Este encuentro casual cambia su forma de ver la lectura y, por consiguiente, la vida. Una persona que por su rango debe mostrar interés por todo, pero sin inclinarse demasiado hacia nada, va manifestando un interés tan absorbente por la lectura, que sus más allegados pensarán que ha perdido la cabeza.
Comienza por Ivy Compton-Burnett porque recuerda su peinado el día que la hizo Dame, pasa a Nancy Mitford (A la caza del amor), Dylan Tomas, Ian McEwann, Henry James, Proust (llega a leer En busca del tiempo perdido), Balzac, Dickens, Turguéniev… Poco a poco, el gusanillo de la lectura se acomoda en ella y la reina empieza a hacer “cosas raras”: traba amistad con un jovenzuelo pelirrojo que trabaja en sus cocinas y que se convierte en su guía literario, pone en un aprieto al primer ministro francés al preguntarle por Jean Genet, provoca un retraso en el desfile de inauguración del Parlamento; en las audiencias reales, en vez de preguntar las cuatro trivialidades de rigor, pregunta a la gente qué está leyendo. En definitiva, empieza a tener un criterio propio. La relajación en el cumplimiento de sus funciones reales provoca primero la extrañeza y luego el enojo de algunos de sus más allegados, como Sir Kevin, su secretario privado, quien no cesa de indicarle, delicadamente al principio y con más rotundidad después, que la lectura está perjudicando su imagen.
Son numerosos los incidentes que provocan la risa y la simpatía del lector, propiciados por el hecho de que la protagonista sea quien es. Pero lo cierto es que, tomando a la reina de Inglaterra como personaje principal (lo cual es un acierto), Alan Bennett ejemplifica en ella sensaciones que todo lector ha experimentado alguna vez: el poder liberador de la literatura, el proceso mediante el que todo lector empieza leyendo algo que le atrae (independientemente de su calidad artística) y luego se va forjando y puliendo el gusto literario, el vértigo que sientes cuando te paras a pensar en todo lo que te queda por leer y, sobre todo, todo lo que no leerás nunca, los intentos de escribir algo propio…

En conclusión, es un libro con en el que cualquier lector voraz puede sentirse identificado. Además, si andáis justos de tiempo, se lee en una tarde (tiene unas 120 páginas). Muy recomendable.

Charla con Andrés Neuman

domingo, 9 de mayo de 2010


Absorta en mi mundo como estoy, se me había olvidado por completo que tocaba Feria del Libro de nuevo. Y eso que es la única feria que me gusta en esta ciudad. Ayer por la mañana salí de casa a dar una vuelta por el centro y me la encontré de sopetón. Una alegría inesperada. Lo que no sabía era que me aguardaba otra.

Al echarle un vistazo a la programación de la Feria de este año vi que entrevistaban a Andrés Neuman por su reciente Premio de la Crítica y, aunque tuve que inventarme algo que hacer durante tres horas por el centro, la espera y el fresquito merecieron la pena. Tuve que espantar a un moscón que se las daba de entendido y era evidente que no había leído nada de Neuman ni de casualidad, aunque así lo pretendiera. Pero debió verme cara de tonta y se dijo: "Con esta me quedo yo". Al final, harto de que lo corrigiera (y no soy de las que corrigen constantemente a los demás, pero es que este no paraba de meter la pata), se cambió de sitio. Una vez solita y tranquila (que es como se disfruta de estas cosas si no puedes ir con otra persona a la que le guste el tema tanto como a ti), vi, por el rabillo del ojo, aparecer al invitado.

Durante una hora (y empezando a la hora señalada, lo cual se agradece por poco habitual), Manuel Pedraz y Andrés Neuman hablaron de literatura, de su nueva obra, Cómo viajar sin ver, de El viajero del siglo, de su poesía, sus microrrelatos, el futuro del libro en papel y su convivencia con los libros electrónicos... Sesenta minutos que se me pasaron volando, porque no fue la típica entrevista-coñazo. El entrevistador había preparado muy bien su parte y el entrevistado estuvo la mar de simpático y entretenido. Supongo que andará harto de promociones y entrevistas y coloquios y demás, pero lo cierto es que no se le notó nada, lo cual también se agradece enormemente.

Mi única pena fue no haberlo sabido antes y haber llevado mi ejemplar de El viajero del siglo para que me lo firmara. Aunque conociéndome, al final no me habría acercado, porque luego pienso siempre: "¿Y para qué narices quiero la firma?" Me quedo con lo otro: con las risas, los espontáneos, la megafonía sonando constantemente, los poemas... En definitiva, un buen rato disfrutando de la literatura.